viernes, 28 de agosto de 2009

Lágrimas rojas

El leve ardor en los ojos se tornaba ya insoportable. La resolana del mediodía subía
viboreante desde las piedras calientes y se filtraba entre mis apretados párpados
aguijoneando las pupilas. La aridez explotaba fulgurante en mis ojos. Cr eí distinguir una
mancha rojiza sobre la ladera que se elevaba a unos trescientos metros. A la distancia
parecía que había muchas más rodeando las grandes rocas. No las veía bien pero seguro
que estaban allí acompañando. En aquella época del año la floraci ón en la estepa era
brutalmente gregaria.
Comprobé algo asustado que a cada paso mi visión se reducía más y más.
Vislumbraba la mancha rojiza como surgiendo de una bruma incandescente. Intuía que
debían ser flores pero no estaba seguro. En mi andar resuc ité sin querer la escena de la
discusión de aquella mañana. La mantuve triste en el pecho mientras fatigaba a tientas la
cuesta. Algunos tropiezos me desestabilizaron pero no caí. Las subidas generalmente
sostienen. Creo que lo hacen maliciosamente para in citar a que uno siga avanzando apoyado
en el espejismo de la seguridad.
No entendía bien qué me estaba pasando. Con la irremediable fuga de los minutos
mis ojos solo servían para decorar humanamente mi rostro. Lo razonable hubiera sido
regresar inmediatamente al auto que se aburría en algún lugar indescifrable de aquella
vastedad, pero a esa altura el impulso por llegar me motivaba y, además, solo podía ver la
difusa mancha rojiza. Mantuve entonces hacia ella mi dirección. Después de todo, cuando
nada se puede hacer, es habitual que uno tienda a inventar decididos faros en la inmensidad
del desconcierto.
Llegué finalmente como pude a la borrosa mancha que aparentaba ser una mata y me
incliné con alegría hacia ella. No veía casi nada por lo que probé recono cer lo que creía
flores con las yemas de mis dedos. Tenía necesidad de palpar mi logro. Acaricié con ternura
la superficie de la mancha rojiza y me lastimé. El pequeño dolor punzante en el índice subió
rápidamente por mi brazo a fusionarse con el del pecho . La discusión había sido
exageradamente fuerte y sin sentido. ¡Cuánta energía liberada en actos vanos! ¡Cuánto
esfuerzo malgastado en desgranar trivialidades!
Succioné instintivamente la pequeña gota de sangre que asomó en la yema de mi
dedo. En ese instante tomé conciencia de mi dramática situación. Me encontraba solo en
medio de aquella inmensidad, casi ciego y con una fuerte angustia en el pecho.
Primero me abrazó un silencio desvalido; luego lloré acurrucando mi rostro entre las
palmas de mis manos. ¿Cómo había llegado a ser lo que era? Mi esfuerzo por acercarme a
ella durante todos estos años había sido muy grande pero en cada encuentro,
inexplicablemente, mi torpeza generaba espinas y la volvía a alejar. No puedo precisar
cuánto tiempo lloré.
Al retirar las manos de mis ojos pude distinguir claramente cientos de pequeñas
flores rojas cubriendo una extraña mata con forma de cojín. La humedad y la humildad del
llanto habían hecho el milagro. El auto se aburría ansioso a unos mil metros mientras la
tarde crepitaba en el ocaso…

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